«El olvido que seremos»
de Héctor Abad Faciolince
«Mi abuelo a veces comentaba sobre mí: <<A este niño le falta mano dura.>> Pero mi papá le respondía: <<Si le hace falta, para eso está la vida, que acaba dándonos a todos; para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar.>>»
«El sufrimiento yo no empecé a conocerlo en mí, ni en mi casa, sino en los demás, porque para mi papá era importante que sus hijos supiéramos que no todos eran felices y afortunados como nosotros, y le parecía necesario que viéramos desde niños el padecimiento, casi siempre por desgracias y enfermedades asociadas a la pobreza, de muchos colombianos.»
«Quizás el artículo más importante que se publicó en el U-235 fue uno que apareció en el primer número des periódico. Estaba firmado por el mayor, y quizás el único filósofo que ha tenido nuestra región, Fernando González. Mi papá contaba que desde muy joven había leído al pensador de Otraparte, y que escondía sus libros debajo del colchón de la cama pues una vez que mi abuela lo había visto leyéndolos se los había tirado a la basura.»
«Decía que la sola medicina de dar agua potable y leche limpia salvaba más vidas que la medicina curativa individual, que era la única que querían practicar la mayoría de los colegas, en parte para enriquecerse y en parte para aumentar su prestigio de magos de la tribu. decía que los quirófanos, las grandes cirugías, las técnicas de diagnóstico más sofisticadas (a las que solo tenían acceso unas pocas personas), los especialistas de cualquier índole o los mismos antibióticos -por maravillosos que fueran-, salvaban menos vidas que el agua limpia. Defendía la idea elemental-pero revolucionaria, ya que era a favor de todo el mundo y no de unos pocos-de que lo primero es el agua y no deberían gastarse recursos en otras cosas hasta que todos los pobladores tuvieran asegurado el acceso al agua potable. «La epidemiología ha salvado más vidas que todas las terapeúticas», escribió en su tesis de grado. Y muchos médicos lo detestaban por defender eso en contra de sus grandes proyectos de clínicas privadas, laboratorios, técnicas diagnósticas y estudios especializados. Era un odio profundo, y explicable tal vez, pues el gobierno siempre estaba dudando sobre cómo repartir los recursos, que eran poco, y si se hacían acueductos no se podían comprar aparatos sofisticados ni construir hospitales.»
«Yo recuerdo una noche en que, con mi mamá y mi papá, fuimos a la cárcel a llevarles unas cobijas a René y a Luis Alejandro, a quienes habían metido presos en La Ladera y se morían de frío en una escuálida celda, acusados de rebelión junto con otros curas del Grupo Golconda, que era un movimiento cercano al pensamiento de Camilo Torres, el cura guerrillero, y que tomaba en serio aquella recomendación del Concilio que aconsejaba la opción preferencia! por los pobres. Desde esos días yo comprendí que también dentro de la Iglesia se estaba librando una guerra sorda, y que si en mi casa y en mi cabeza había muchos partidos en pugna, afuera las cosas no eran muy distintas. Algunos de estos curas rebeldes de las comunidades de base, además de oponerse al capitalismo salvaje, estaban en contra del celibato sacerdotal, apoyaban el aborto y el condón, y más tarde estuvieron de acuerdo con la ordenación de las mujeres y el matrimonio homosexual.»
«Recuerdo al menos tres: El universo es un vasto océano, de Valentina Tereshkova, la primera astronauta mujer; otro de Yury Gagarin, donde el pionero del espacio decía que se había asomado al vacío sideral y allí tampoco había visto a Dios (lo cual para mi papá era una demostración boba y superficial, pues bien podía Dios ser invisible); y el más importante, que mi papá me leía explicándome cada párrafo. El origen de la vida, de Aleksandr Oparin, donde se relataba de otra manera la historia del Génesis, y sin intervención divina, de modo que yo pudiera resolver con explicaciones científicas las primeras preguntas sobre el Cosmos y los seres vivos, con un químico Caldo Primordial bombardeado por radiaciones estelares durante millones de años, hasta que al fin habían surgido por accidente o por necesidad los primeros aminoácidos y las primeras bacterias, en el lugar que antes había ocupado el poético Libro con los siete días de milagrosos relámpagos y repentinos descansos de un ser Todopoderoso que, misteriosamente, se cansaba como si fuera un labrador. Todavía conservo estos libros, firmados por mí en 1967, con esa incierta caligrafía de los niños que apenas están aprendiendo a escribir, y con la firma que usé durante toda la infancia: Héctor Abad»
«En últimas, en asuntos de religión, creer o no creer no es sólo una decisión racional. La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro sentido, que es casi imposible de desaprender. Si en la infancia y primera juventud se nos inculcan creencias metafísicas o si por el contrario nos enseñan un punto de vista agnóstico, o ateo, llegados a la edad adulta será prácticamente imposible cambiar de posición. Los niños nacen con un programa innato que los lleva a creer, acríticamente, en lo que afirman con convicción sus mayores. Es conveniente que sea así pues qué tal que naciéramos escépticos y ensayáramos a cruzar la calle sin mirar, o a probar el filo de la navaja en la cara para ver si corta de verdad, o a internarnos en la selva sin compañía. Creer a ciegas lo que le dicen los padres es una cuestión de supervivencia, para cualquier niño, y en eso caben los asuntos de la vida práctica como también las creencias religiosas. No creen en fantasmas o en personas poseídas por el demonio quienes los han visto, sino aquellos a quienes se los hicieron sentir y ver (aunque no los vieran) desde niños. A veces unas pocas personas, ebrias de racionalidad, al crecer, recapacitan y por algunos años adoptan el punto de vista descreído, aunque hayan sido educados de un modo confesional, pero cualquier fragilidad de la vida, vejez o enfermedad, los vuelve tremendamente susceptibles a buscar el apoyo de la fe, encarnada en alguna potencia espiritual. Sólo quienes estén, desde muy temprano en la vida, expuestos a la semilla de la duda, podrán dudar de una u otra de sus creencias. Con una dificultad adicional para el punto de vista que desconoce la vida espiritual (en el sentido de seres y lugares que sobreviven después de la muerte o que son preexistentes a nuestra propia vida), que consiste en que probablemente, por una cierta agonía existencial del hombre, y por nuestra torturadora y tremenda conciencia de la muerte, el consuelo de otra vida y de tener un alma inmortal, capaz de llegar al Cielo o capaz de trasmigrar, será siempre más atractiva, y dará más cohesión social y sentimiento de hermandad entre personas lejanas, que la fría y desencantada visión en la que se excluye la existencia de lo sobrenatural. Los hombres sentimos una honda pasión natural que nos atrae hacia el misterio, y es una labor dura, y cotidiana, evitar esa trampa y esa tentación permanente de creer en una indemostrable dimensión metafísica, en el sentido de seres sin principio ni final, que son el origen de todo, y de impalpables sustancias espirituales o almas que sobreviven a la muerte física. Porque si el alma equivale a la mente, o a la inteligencia, es fácil de demostrar (basta un accidente cerebral, o los abismos oscuros del mal de Alzheimer) que el alma, como dijo un filósofo, no sólo no es inmortal, sino que es mucho más mortal que el cuerpo.»
«Le pareció grotesco cuando los marxistas quisieron convertir y convirtieron la vieja capilla de la ciudad universitaria en un laboratorio, y luego en un teatro, pues si bien la Universidad debía ser laica, había nacido religiosa, es más, había nacido en un convento, y por lo tanto respetar (en vista de que la mayor parte de los profesores y de los estudiantes eran creyentes) un sitio de culto, no era una claudicación de ese ideal laico, sino la confirmación de un credo liberal y tolerante que admitía toda manifestación intelectual de los hombres, sin excluir las religiosas, y poco tendría de malo que la universidad albergara también un templo budista, una sinagoga, una mezquita y una capilla de masones. Todo fundamentalismo era para él pernicioso, y no sólo el de los creyentes, sino también el de los no creyentes.»
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